Por Daniel Lauría | Fuente: Revista Movimiento.
Desde siempre la educación fue tomada como campo de discusión política. Algunas veces con mayor intensidad –durante determinados procesos electorales– y hubo períodos donde pasó casi desapercibida. Prácticamente desde mediados del siglo pasado la batalla cultural por la educación de carácter inclusivo fue claramente ganada por los sectores nacionales y populares –especialmente el peronismo– a pesar de la constante prédica centrada en la meritocracia del neoliberalismo, de los medios de comunicación hegemónicos y de algunos círculos académicos e intelectuales. Sin embargo, en este último tiempo parece que se han dado circunstancias que ponen en duda esta primacía de los sectores populares en la definición de las políticas públicas vinculadas a la educación. ¿Qué fue lo que sucedió? Aquí esbozo algunas reflexiones.
¿Cómo fue que caímos en una discusión eterna tan poco estimulante sobre la apertura de las escuelas y la presencialidad o no de nuestros alumnos y docentes? ¿Cómo fue que le permitimos a la oposición hacer una bandera de esta cuestión? Creo que no hay nada que discutir: con la educación presencial debemos estar todos de acuerdo, aunque circunstancialmente debamos implementar sistemas alternativos debido a la pandemia. Si no podemos dar clases presenciales debido a la pandemia, la escuela debe seguir cumpliendo con su rol pedagógico atendiendo a los alumnos y las alumnas que no tienen acceso a la conectividad –para lo cual hay que implementar guardias pedagógicas– o bien cumpliendo una tarea, que los docentes conocemos perfectamente, que es asistir a los más carenciados en todos los aspectos posibles: entregar alimentos, asesorar a la comunidad que no sabe cómo manejarse en trámites tan fundamentales como inscribirse para la vacunación, en planes de asistencia directa, etcétera. Las escuelas deben estar siempre abiertas, aun en las peores circunstancias. Nunca olvidemos que en muchos barrios populares la escuela sigue siendo la referencia más cercana y creíble del Estado. Así lo demostró la crisis de 2001 y lo tiene que seguir demostrando actualmente.
¿Por qué estamos discutiendo en los medios la promoción de nuestros alumnos bajo la terrible circunstancia de la pandemia? ¿Es necesario ponerlo en discusión a mitad de año, sabiendo que la reacción de muchos alumnos –especialmente de la escuela secundaria– va a ser prácticamente de abandono de la actividad académica, tal como resultó el año anterior? ¿Cómo es que volvemos a regalarle a la oposición un tema controvertido sin resolverlo con una convocatoria al conjunto de la comunidad –generando opiniones favorables entre especialistas en educación, universitarios, sectores sindicales y políticos– y explicarlo con palabras que pueda entender todo el mundo y no sólo la comunidad docente –y hasta ahí? Me parece que en esta coyuntura es necesario sumar la mayor cantidad de adherentes a las políticas que se construyen en los ministerios antes de salir a los medios a difundir medidas a tomarse.
¿Qué hacemos ante la excepcionalidad marcada por la pandemia con los alumnos y las alumnas que han abandonado la escolaridad? Siempre tuvimos una conducta muy activa centrada en la inclusión educativa. Hay que poner el cuerpo con un planteo militante por la educación. Recuperar una mística que proponía que todos los chicos y las chicas en edad escolar debían estar en la escuela –presencial o no– aprendiendo. Si es necesario ir a buscarlos a sus casas y barrios, hay que hacerlo. Si no tienen conectividad, hay que atenderlos en las escuelas con material impreso y docentes vacunados.
¿Cómo recuperamos a los sectores medios que, si pueden, abandonan la educación de gestión estatal para pasarse a la de gestión privada? Desde la crisis de comienzo de siglo hemos desarrollado políticas educativas centradas en los sectores más desfavorecidos y no hay ninguna duda que fue lo correcto. Simultáneamente, fuimos perdiendo contacto con las escuelas tradicionales que históricamente constituían bastiones de la clase media. Tal vez sea hora de revisar si las políticas homogéneas sirven para el conjunto de la sociedad, cuando en los hechos la privatización de la educación consolida la fragmentación social.
¿Qué queremos enseñar a nuestros alumnos y alumnas mientras dure la pandemia? ¿Podemos acaso seguir manteniendo la ficción de que los y las docentes deben ajustarse a un desarrollo curricular, como si la situación pedagógica fuese la misma de antes de la pandemia pero que lo único que cambió fue la presencialidad? Ante una situación excepcional, hacen falta soluciones excepcionales. No podemos continuar con todas las materias y con todas las actividades, como si nada hubiese cambiado. Hay que priorizar los contenidos y los objetivos a desarrollar. Si no tenemos tiempo para todas las áreas, reordenemos el diseño curricular. No tiene ningún sentido seguir con las mismas cargas horarias, mientras los alumnos y las alumnas no asisten a clases en las mismas condiciones. En la escuela primaria hay que preocuparse definitivamente por la lectura y la escritura, otorgándole la mayor cantidad de tiempo posible. En secundaria trabajemos sobres las áreas básicas y dejemos el resto para el momento en que volvamos a tener cierta normalidad –aunque podríamos aprovechar y replantear los diseños con menor cantidad de materias obligatorias y algunas optativas.
¿Cómo recuperamos la iniciativa en el campo educativo e incorporamos a nuestro proyecto político a los sectores que no están totalmente convencidos y permanentemente fluctúan? Aquí algunas pocas propuestas:
- con confianza en las conducciones políticas del sistema educativo, las que deberían tener un profundo conocimiento del mismo que les permita lograr un respeto del conjunto de la comunidad educativa por su formación, desempeño y antecedentes académicos, técnicos y políticos;
- con declaraciones públicas precisas y prudentes: a veces lo que abunda no es bueno –sobre todo cuando resulta claramente contradictorio– y tampoco lo es el silencio absoluto que hace que la comunidad educativa no conozca quién es alguna ministra jurisdiccional, ni cuál es su pensamiento en torno a la política educativa a implementar en el corto y largo plazo;
- asistiendo los equipos técnicos al territorio con espíritu militante, para contribuir a la solución de los inconvenientes que se presenten; y no descansar sobre la tarea de las y los inspectores, muchos de los cuales –no todos, por suerte– no sienten ningún compromiso político con la tarea que tienen que desarrollar, y mucho menos con un gobierno de carácter popular;
- presentando un plan de contingencia jurisdiccional o regional mientras dure la pandemia, no con medidas aisladas; permitiendo que cada institución, dentro de la política propuesta, proponga y desarrolle prácticas centradas en las características de su comunidad; la experiencia hasta ahora marca que en general a las alumnas y los alumnos de la escuela secundaria no les sirve la asistencia alternada; quizás sería preferible consolidar una rutina basada en la comunicación a distancia con métodos adecuados y trabajar presencialmente con aquellos alumnos y alumnas que tienen problemas de conectividad;
- convocando a todos los sectores políticos, sindicales, empresariales, organizaciones sociales, académicos, etcétera, a una profunda revisión del sistema educativo con el fin de elaborar una política pública para los próximos años;
- concretamente, creo que hace falta un proyecto educativo integral –no leyes coyunturales– que debe ser elaborado con la mayor participación posible de la comunidad educativa y dirigido al conjunto de la sociedad.
* Daniel Lauria es licenciado en Historia, exdirector provincial de Educación Superior y Capacitación Educativa, y exvicepresidente primero del Consejo General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires.